Hace cuatro años que ni doña Elia Pérez González ni sus hijas tienen que incluir entre los quehaceres ir a por agua al manantial. Antes iban dos veces al día y cargaban 20 litros a sus espaldas durante diez minutos. “No era tanto, pero son diez minutos en los que se está muy bien en casa haciendo otras cosas”, bromea tímida esta productora de café mexicana. Al cocinar en su nueva estufa de dos fuegos tampoco se le llena ahora la casa del humo de la leña. Y sus tortillas hace rato que no guardan un sabor ahumado. Las idas al mercado también son muchas menos desde que aprendieron a cultivar a conciencia hierbas, lechugas y chiles. La tecnología sostenible dio un vuelco a la vida de esta oaxaqueña y a la de gran parte de su comunidad. Lo que más agradece, dice, es el tiempo que gana. “Ha cambiado nuestras vidas. Estamos pensando en lo siguiente: en procesos de saneamiento de agua”, cuenta.
A Pérez, el tiempo nunca le sobra. Esta mujer de 55 años es madre soltera de dos jóvenes y alcaldesa de la comunidad de Zaragoza, en el municipio mexicano de Santa María Yucuhiti, en el Estado de Oaxaca. Ahí viven 130 familias, casi todas dependientes del café y demás cosechas. La vida en la ruralidad no ha sido siempre fácil. La casa, la crianza, el trabajo… “Nadie mira al campo”, zanja. Y corrige: “Casi nadie”. Quienes sí lo hicieron fue el grupo de Espacio de Encuentro de la Culturas Originarias, fundado por Tzinnia Carranza López, para vincular las tradiciones y ancestralidades de nueve pueblos indígenas como los chontales de Tabasco, mixtecos y zapotecos del Istmo, entre otros.
Si bien el proyecto inició siendo un mercado o tianguis donde comprar y vender producciones locales y pequeñas, poco a poco Carranza se fue dando cuenta de que no era suficiente; que había que ir a la raíz de los problemas de los productores de alimentos. Y el nudo donde todo se hacía bola tenía mucho que ver con el calentamiento y con cómo afectaba este a los cultivos y al día a día de los mexicanos. Así decidieron ir poniendo en marcha una organización que asesorara sobre cómo mejorar los procesos de producción de cultivos, guiar la restauración de cuencas, crear baños secos y hasta recuperar manglares. “Los efectos hidrometereológicos cada vez afectaban más la vida de las comunidades. Empezamos a trabajar en la mitigación y adaptación local en base a lo que necesitan”, cuenta la mexicana.
Baños secos, cisternas para apilar el agua, huertos de traspatio o “estufitas ahorradoras”, como les dice doña Elia. Las ecotecnias, todos estos instrumentos desarrollados para aprovechar eficientemente los recursos naturales y materiales, han sido la salvación de quienes están llevan años viéndole las orejas al lobo del cambio climático. “Nuestra filosofía es que la información se convierta en conocimiento”, añade Carranza. “Todo lo que hacemos es participativo y con corresponsabilidad entre los beneficiarios y nosotros”.
Esta iniciativa y el ahínco de la ONG para crear nuevas y útiles capacidades entre productores de alimentos y habitantes del campo les ha llevado a ganar el premio a la Adaptación Local, organizado por el Centro Global de Adaptación (GCA, por sus siglas en inglés). El jurado ha destacado durante su paso por la COP 28, celebrada en Dubai, el esquema de trabajo y el respeto a las comunidades. Primero se traza un diagnóstico y, sobre eso, se llevan a cabo iniciativas para reducir la vulnerabilidad de las poblaciones, explica Carranza. “Hacemos innovación tecnológica pero a escala local y adaptada a las condiciones y los materiales del lugar”, añade. “Con la capacitación que reciben, no requieren de tecnologías externas”.
Esta organización fue seleccionada entre 500 candidatos y recibirá 15.000 euros para invertir en futuras actividades. “Nos entusiasma seguir la trayectoria de los ganadores durante el próximo año y más allá. Queremos ver en qué utilizan el dinero y las oportunidades de patrocinio del Fondo de Adaptación para desarrollar y ampliar su trabajo”, declaró el profesor Patrick Verkooijen, director ejecutivo del Centro Mundial de Adaptación, en un comunicado.
Uno de cada cuatro latinoamericanos no tiene agua
La comodidad de abrir el grifo y que salga agua, tener más de un fuego en la cocina, no preocuparnos por recoger leña para cocinar o de airear la casa de humo después de hacerlo no es la cotidianidad de una gran parte de América Latina. En el continente, una de cada cuatro personas no tienen acceso adecuado a agua potable y 431 millones (7 de cada 10) no cuenta con servicio de saneamiento gestionado de manera segura.
El asesoramiento constante ha sido clave en el éxito del proyecto. Cuenta doña Elia que ellos han puesto tanto la materia prima como el dinero. “Y siempre que tenemos algún problema, nos atienden. Está cambiando toda la comunidad, quisiéramos que el proyecto continuara. Hay muchas más cosas que mejorar”, reconoce. La primera que se le viene a la cabeza es la necesidad de verter aguas grises y no negras al río. Unas 40 familias viven a orillas y cada cual vierte sin tratar el agua de la ducha, del lavamanos y de la cocina. “No podemos hacerle eso a los animalitos que dependen del agüita ni a nuestros vecinos de más abajo. Gracias a Dios que tenemos agua, pero no podemos abusar de ella o maltratarla”.
La comunidad tiene en marcha para ello un plan piloto que consiste en que las aguas sucias se traten en tres procesos. Uno primero que quite las grasas, otro tonel que recicle los residuos y un último que filtre y purifique el agua gracias a la grava, arena, cola de caballo y papiro. “Ahorita estamos a prueba, pero ojalá sí funcione y lo podamos aplicar. Podemos hacer tantas cosas bien...”, concluye.